En Colombia, la política nunca descansa. Y hoy, el país amaneció con una noticia que sacudió titulares, cafés de oficina y hasta sobremesas familiares: Álvaro Uribe Vélez, expresidente y figura que despierta amores y odios por igual, recuperó la libertad.
El Tribunal Superior de Bogotá decidió revocar la medida de arresto domiciliario que pesaba sobre él, argumentando que su derecho al debido proceso había sido vulnerado. En pocas palabras: Uribe podrá enfrentar el juicio por soborno a testigos y fraude procesal sin estar encerrado en su finca, donde pasó los últimos meses bajo estricta vigilancia.
La decisión llega en un momento de máxima tensión. Para unos, se trata de un triunfo de la justicia, una muestra de que la ley debe proteger incluso a quienes ocupan las más altas esferas del poder. Para otros, es un retroceso, un mensaje de impunidad en un país que aún carga con heridas abiertas de violencia y corrupción.
Pero la historia no termina ahí. Mientras en Bogotá se discutía su arresto, en Argentina avanza otro frente judicial contra Uribe, esta vez por los llamados falsos positivos: ejecuciones extrajudiciales atribuidas al Ejército durante su mandato y que hoy son investigadas bajo el principio de justicia universal. La sombra internacional amenaza con alargar un caso que ya parece no tener fin.
Con la revocación del arresto, Uribe retoma la libertad, pero no la tranquilidad. Su figura seguirá siendo un símbolo de polarización: para muchos, el líder que defendió a Colombia de la guerrilla; para otros, el rostro de una política marcada por el abuso de poder.
Lo cierto es que la historia está lejos de cerrarse. Y en un país donde la política se vive con la intensidad del fútbol, cada paso judicial de Uribe se convierte en un partido decisivo.