Plumas de Opinión

Cómo sobrevivir al servicio público: El propósito como brújula

Por: Javier Cuéllar Durán

En este mundo no se consigue nunca lo posible si no se intenta lo imposible una y otra vez.

Max Weber

Agradezco a El Gallo Digital por abrir este espacio de reflexión. Es un privilegio colaborar con un equipo de profesionales con quienes comparto una consigna: que pensar también es servir.

Esta serie nace en una coyuntura de ruptura: la extinción del Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI). Esta marcará, sin duda, un hito para el Estado mexicano, así como para quienes tuvimos la suerte de ser parte de su breve historia. 

Dicho contexto de fin de ciclo institucional invita a la retrospectiva y, en consecuencia, a valorar algunas lecciones que hoy puedo nombrar, pero que quizá no eran evidentes en su momento. El análisis post-fact, y la invitación a reflexionar de este nuevo canal de comunicación, serán un escaparate para consolidar diversas experiencias profesionales en formas más nítidas, más útiles, más replicables. Deseo que este medio sea justamente eso para quienes se sumen como lectores o colaboradores: una fuente de luz, una oportunidad para crecer mediante la construcción consenciente de nuestras vivencias.

Lección 1: Nunca pierdas de vista el propósito

El servicio público no se sostiene en la técnica ni en la política, sino en el propósito. Es la variable axial que da sentido a la acción administrativa. Sin propósito, el funcionario se convierte en operador mecánico; el propósito lo aleja del andar errante o ufano.

Desde la teoría organizacional, el propósito puede entenderse como el vector normativo que orienta tanto la toma de decisiones como la cohesión y entendimiento de quienes la implementan. Henry Mintzberg lo llama “la ideología organizacional”, y sostiene que cuando esta se diluye, la organización entra en entropía: en un desorden organizacional y funcional. En el servicio público, esto se traduce en decisiones sin norte, en políticas sin destinatario, en burocracia tan robusta como infructuosa y falta de impacto.

Luego entonces, el propósito no es una consigna. Es una práctica efectiva que surge de la consciencia del deber fundamental. Luego entonces, no se expresa en abstracciones ni retóricas, sino en preguntas operativas:

– ¿Esta decisión mejora el acceso a derechos?

– ¿Este documento resuelve un problema público?

– ¿Esta acción fortalece la confianza institucional?

– ¿Priorizar esta actividad me aleja o acerca de los objetivos fundamentales?

En el INAI, por ejemplo, el propósito era claro: garantizar el derecho de acceso a la información y la protección de los datos personales. Pero tales propósitos debían traducirse en productos normativos, en resoluciones técnicas, en estrategias de comunicación. Todo lo que buscará otro fin era una trampa: malgastar recursos humanos y financieros en las periferias de estos propósitos anulaban la capacidad institucional de lograr los objetivos esenciales.

Y ahí es donde muchos funcionarios se pierden: confunden a la rigurosidad de los mecanismos con el fin, el procedimiento con el sentido, el formalismo con los resultados. El propósito no se defiende o persigue con la operatividad minuciosa, sino con la efectiva, que es distinto. No pocas veces, la ineficacia se disfraza de estrictos y sobrados procedimientos. Pero no hay justificación para al distanciamiento de los propósitos: la burocratización de procesos no siempre es igual al fortalecimiento de los medios para alcanzar los fines. 

Podríamos enumerar al menos cinco tentaciones que nos desvían y amordazan el propósito:

1. El cinismo institucional: cuando se asume que nada cambia, que todo está podrido. Es el síntoma de la fatiga ética.

2. El protagonismo disfuncional: cuando el servidor público busca visibilidad antes que eficacia. Es la distorsión del ego.

3. La comodidad burocrática: cuando se normaliza la mediocridad como estándar. Es la renuncia silenciosa amparada en el “así ha sido siempre”. Es el síntoma de inercia histórica.

4. El método sin desenlace: cuando los mecanismos se convierten en laberintos que impiden lograr los propósitos. Es el síntoma de la técnica sin criterio.

5. La vocación desbordada: cuando las ganas arrollan los entornos, lo que, a su vez, limita los objetivos. Es la voluntad sin mesura.

Superar estas tentaciones exige una ética de la responsabilidad, como la que propone Max Weber: actuar no solo por convicción, sino por conciencia de las consecuencias. En el servicio público, esto implica entender que cada decisión tiene impacto, que cada omisión tiene costo, que cada documento es un acto político.

Esta es la primera de diez entregas. Cada una abordará una lección que, en su momento, fue intuición, pero que hoy puede ser formulada como principio. En la siguiente entrega exploraremos la pregunta de: ¿qué significa ser profesional en el servicio público?, desde la puntualidad hasta la confiabilidad, desde el orden hasta la paciencia. Porque la profesionalidad no es un atributo decorativo, sino la personificación misma de la institucionalidad.

No hablamos de temas aislados. El propósito, para no desviarse o perderse, necesita de profesionalismo. Esa será la lógica de las siguientes entregas, la identificación e interconexión de las lecciones mínimas e indispensables para ejercer el servicio público. Por eso, en esta serie se hablará también del papel y alcances de la técnica, de estructuras organizacionales funcionales, de liderazgo operativo, de toma de decisiones complejas, entre otras. Porque el propósito necesita vehículos, y esos vehículos son técnicos.

Felicidades, nuevamente, al Gallo Digital por atreverse a “cantar”, más aún en un ecosistema informativo saturado de inmediatez, fríos y mordazas. Deseo que este medio crezca y, apostando por la profundidad, la crítica y la creatividad, sea un espacio que nos dé, como lectores: libertad, consciencia y respuestas.

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