Hay sagas que envejecen, otras que mutan, y unas pocas que se convierten en espejos. Alien pertenece a esa última categoría. Desde que Ridley Scott nos lanzó al espacio en 1979 con Alien: El octavo pasajero, la franquicia ha sido más que una historia de monstruos. Ha sido una exploración del cuerpo, del miedo, del poder, y sobre todo, de la arrogancia humana.
Pero ahora, con Alien: Earth (2025), el espejo se ha vuelto más incómodo. Porque lo que antes era una amenaza externa, ahora parece incubarse en casa.
La serie, ambientada en el año 2120, dos años antes de los eventos de la Nostromo, plantea una premisa que lo cambia todo: el xenomorfo ya había estado en la Tierra. No fue descubierto en el espacio. Fue traído, incubado y liberado por humanos. El horror no vino de afuera. Lo trajimos nosotros. Y lo más inquietante es que no lo hizo una nueva corporación. Lo hizo la misma de siempre.
La nave USCSS Maginot, construida por Weyland-Yutani —la misma empresa detrás de la Nostromo— se estrella en la Tierra. Lo perturbador no es que el monstruo haya llegado. Es que ya estaba en circulación. La criatura no es una anomalía. Es parte del sistema. Y eso convierte a Alien: Earth en una expansión del mito, no en una ruptura.
Para entender por qué esto importa, hay que volver al origen. H. R. Giger, el artista suizo que diseñó al xenomorfo, no solo creó una criatura. Inventó una atmósfera. Su estilo biomecánico —esa mezcla de carne y metal, deseo y amenaza— convirtió al monstruo en símbolo. Giger no pintaba monstruos: creaba pesadillas. Tubos que parecían venas, texturas húmedas que respiraban, cuerpos que se confundían con máquinas. Su estética no era decorativa, era filosófica.
La saga cambió. Aliens (1986) convirtió el horror en acción militar. Alien³ (1992) apostó por el nihilismo carcelario. Resurrection (1997) se volvió grotesca y mutante. Luego vinieron los cruces con Predator, que diluyeron el mito en un patético espectáculo. Y cuando Scott volvió con Prometheus y Covenant, lo hizo para preguntar por el origen: quién creó al creador. Ahí el xenomorfo se volvió casi teológico, una criatura diseñada por otro monstruo: el humano.
Ahora llega Alien: Earth, que decide que ya no hace falta ir al espacio. El horror está aquí. En esta entrega, la corporación Prodigy —una de las cinco megacorporaciones que dominan el planeta— no trae el monstruo, pero sí lo manipula. Su líder, Boy Kavalier (Samuel Blenkin), es un genio obsesionado con la idea de los “niños perdidos”, inspirado por Peter Pan. Su proyecto: transferir la conciencia de niños enfermos a cuerpos sintéticos adultos. El resultado: híbridos que no entienden su propia existencia.
La isla donde se realiza el experimento se llama Neverland, y los niños —renombrados como Wendy, Tootles, Smee, Curly, Nibs y Slightly— viven bajo su tutela como si fueran parte de un cuento. La referencia a Peter Pan no es solo literaria: recuerda inquietantemente al universo simbólico de Michael Jackson, quien también construyó su propio Neverland y rodeó su vida de niños en busca de una infancia suspendida. Pero aquí, la fantasía no es redentora. Es biotecnológica. Y profundamente perturbadora.
Wendy (Sydney Chandler), la protagonista, es uno de esos híbridos. Su cuerpo es adulto, pero su mente es la de una niña. Su búsqueda no es heroica, es existencial. Busca a su hermano, CJ Hermit (Alex Lawther), un médico y soldado que también ha sido alterado por la tecnología. Pero lo que Wendy descubre no es solo la verdad sobre su origen. Descubre que su existencia es parte de un experimento. Y eso la convierte en algo más que víctima: en testigo.
En el episodio “Observation”, Wendy comienza a comunicarse con un xenomorfo recién nacido, una criatura creada a partir del pulmón extraído de su hermano. Lo que parecía una amenaza se convierte en vínculo: la criatura responde a sus palabras, se calma, y ella incluso se atreve a acariciarla. Su actitud comienza a cambiar. Ya no teme al monstruo. Lo comprende. Y lo inquietante no es que Wendy tenga un don, sino que cree haber sido elegida.Ñ. Pero esa creencia —esa fe— puede convertirla en algo más peligroso que cualquier criatura. Porque Wendy ya no ve monstruos. Ve animales. Y en su mirada infantil, la empatía se vuelve amenaza.
El cyborg que la entrena, Kirsh (Timothy Olyphant), parece obediente al principio. Pero su figura recuerda a Ash en Alien y a David en Prometheus: un asistente que observa el incendio y decide hablar. Su ambigüedad plantea una pregunta inquietante: ¿está ayudando a la corporación o saboteando desde dentro?
Lo que más inquieta es cómo los cuerpos empiezan a fallar. Los niños metidos en cuerpos adultos no solo tienen problemas físicos, tienen crisis de identidad. Uno muere. Otro se descompone. Y el xenomorfo, lejos de ser invasor, se revela como síntoma. Como reflejo. Como consecuencia.
Todo esto se vuelve más potente cuando recordamos esa frase de The Matrix, dicha por el agente Smith: “Los humanos son una plaga. Son una enfermedad. Y nosotros somos la cura.” En el contexto de Alien: Earth, esa frase deja de ser exagerada. Si el xenomorfo está en la Tierra por obra humana, si fue traído, incubado y liberado, entonces el monstruo no es invasor. Es síntoma. El verdadero horror no corre por los pasillos. Respira en las paredes. Y nos mira.
Tal vez por eso tenemos que hablar —nuevamente— de Alien. Porque lo que empezó como una película de terror espacial se ha convertido en una crítica a nuestra propia soberbia. Y porque, sin Giger, sin su atmósfera, sin su textura filosófica, corremos el riesgo de convertir el monstruo en decorado. Y eso sí que da miedo. Seguiremos informando.